ESTHER DÍAZ |
Doctora en filosofía |
Esther
Díaz
He aquí a Edipo, el
que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo. ¡En qué
cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar!
Sófocles, Edipo Rey
¿En qué cambió
la epistemología a partir de la irrupción del psicoanálisis? En nada.
Mejor dicho,
si pensamos en la epistemología como si se tratara de una disciplina
única y nos refiriéramos a la filosofía de la ciencia neopositivista o
de origen anglosajón -por ser la hegemónica- sería correcto decir que la
epistemología ni siquiera se inmutó con la irrupción del psicoanálisis.
Incluso, ante la presión
ejercida por la presencia real de una práctica como el psicoanálisis con
legítima aspiración de cientificidad, los popes de ese tipo de
epistemología se dignaron mencionar la disciplina psicoanalítica, aunque
fue, y es, para denostarla y negarla como ciencia (véase, por ejemplo,
Chalmers 2012).
“Pseudociencia” denomina al psicoanálisis el epistemólogo Mario Bunge
(1985). Por su parte Erns Nagel, Imre Lakatos, Carl Hempel y Karl
Popper, por nombrar sólo algunos de los representantes de la
epistemología anglosajona del siglo XX, le donaron algo de su tiempo a
la discusión sobre el estatus epistemológico de las ciencias sociales en
general y del psicoanálisis en
particular (véase, por ejemplo, Echeverría, 1995; 1999). Aunque se
pusieron de acuerdo en que tal estatus no existe. Los herederos de esa
tradición siguen adhiriendo a la inconmovible postura de sus maestros
alegando cuestionamientos como los siguientes: ¿cómo pretende ser
ciencia una disciplina cuyo objeto privilegiado de análisis es el
inconsciente?, ¿en qué laboratorio se pueden mensurar asuntos
“metafísicos”?, ¿qué tiene que ver el “presunto” método psicoanalítico
con el indiscutible método empírico de la ciencia?, ¿acaso las
proposiciones psicoanalíticas se pueden formalizar matemáticamente o
corroborar rigurosamente con la experiencia?, ¿se podría hablar de
ciencia al nombrar un
“supuesto” conocimiento que no acata el método hipotético-deductivo?[1]
Los manuales
de raigambre anglosajona ignoran al psicoanálisis como ciencia.
Aunque existen versiones -de origen estadounidenses- en las que
se acepta a la psicología, aunque no al psicoanálisis (véase, por
ejemplo, Echeverría 1999). Pero no se califica a esa disciplina como
ciencia social sino natural. La psicología conductista, sabido es, todo
lo estudia en función de la consciencia y la conducta (del inconsciente
y la construcción de subjetividad mejor ni hablar). Las proposiciones
conductistas se consideran mensurables, controlables, “verificables” es
decir científicas. En cambio al psicoanálisis, con su proverbial
análisis del inconsciente,
se lo arroja al desván de los disparates.
Conclusión: la
epistemología -para ser más exacta, la epistemología preponderante- no
cambió con la irrupción del psicoanálisis, más bien se amuralló para no
permitirle penetrar en sus dominios.
¿Una
epistemología o varias epistemologías?
Pero si
modificamos mínimamente la pregunta inicial, podemos obtener resultados
diferentes y fecundos: ¿en qué cambiaron
algunas epistemologías con la
irrupción del psicoanálisis?
Ahora sí.
Porque la epistemología no es únicamente la reinante en la gran mayoría
de las instituciones de enseñanza de nuestra región. Se podría decir que
el noventa por ciento de los egresados universitarios consideran que la
epistemología es como el Dios único de las religiones monoteístas. A
esta filosofía de la ciencia “divinizada y única” se la suele denominar
“epistemología heredada”.
¿Heredada de quién? Del Círculo de Viena y su posterior expansión
británica y estadounidense. Nació hablando en alemán y se convirtió al
idioma inglés. Pero no perdió su convicción lógico-empirista, su
ideología cientificista y su actitud expulsora de cualquier otro tipo de
reflexión sobre la ciencia que no sea formalista, contrastable y
universal.
Sin embargo,
existen otros modos de pensar la ciencia. He sintetizado, en primer
lugar, la posición de la epistemología heredada y su negación del
psicoanálisis. En segundo lugar realizaré un “paneo” por la
epistemología alemana en relación con las ciencias sociales, entre las
que ubico al psicoanálisis. La filosofía alemana, al conquistar un campo
epistemológico para las ciencias sociales, le hizo un espacio al
psicoanálisis antes de que éste existiera. Por último trabajaré aspectos
de la epistemología francesa. En ella encontramos reconocimiento
científico, crítica sin exclusión, y diálogo controversial con la
disciplina psicoanalítica.
El aporte
epistemológico alemán a las ciencias sociales
La
filosofía de la ciencia alemana (no la austríaca) antes de que se
fundara el Círculo de Viena, ya le había otorgado estatus epistemológico
a las ciencias sociales. Sus iniciadores fueron contemporáneos de
Sigmund Freud (1856-1939). Si bien quien dio el puntapié inicial desde
la filosofía precede históricamente al padre del psicoanálisis y quien
hace lo propio desde la sociología nace algunos años después. Me refiero
a Wilhem Dilthey (1822-1911) y a Max Weber (1864-1920) respectivamente.
Dilthey (1988)
luchó teóricamente contra el cientificismo que, entre otras
particularidades se caracteriza por considerar que el único conocimiento
verdadero es el que producen las ciencias naturales (también llamadas
“duras”). Considera así mismo que el método de la ciencia no puede ser
otro que el utilizado por dichas disciplinas, tradicionalmente
consideradas “objetivas”. En contraposición a esa postura, nacida con la
ciencia misma en los albores de la modernidad, Dilthey defendía una
ciencia de la subjetividad. El objeto de estudio de las ciencias duras
es la naturaleza o lo dado, mientras que lo humano es el objeto de las
ciencias sociales o lo que los alemanes denominan
ciencias del espíritu. El argumento para reclamar un método específico
es que si otro es el objeto de estudio (respecto de las ciencias
naturales), otros deben ser los métodos de investigación (de las
ciencias sociales o humanas).
El filósofo
alemán critica asimismo la relación de dominación que implica pretender
que todas las ciencias se rijan por el método explicativo de las
ciencias duras. Propone que
las ciencias del espíritu generen métodos acordes con el acercamiento a
las construcciones humanas. Lenguaje, derecho, arte, religión, sociedad,
cultura. Dilthey apuesta a la
comprensión como método, a la interacción entre el sujeto
investigador y el objeto de análisis (otro sujeto o productos de
subjetividades: obras de arte, organizaciones sociales, conflictos,
emprendimientos). Remarca fundamentalmente que en este tipo de ciencias
-no ingenuamente denominadas “blandas”- todo debe analizarse a partir de
lo histórico.
Otra
característica rescatada por el comprensivismo es el azar. Estas
variables (historia y azar) eran inadmisibles para las ciencias
naturales anteriores a la física cuántica y a las teorías del caos. Y
siguen siendo rechazadas por los epistemólogos y científicos defensores
del método único en ciencia, de la neutralidad ética del conocimiento
científico y del carácter lógico-matemático, y por lo tanto a-histórico
y universal, de las ciencias.
Max Weber
(1973) se pliega a la torsión metodológica realizada por Dilthey. Ambos
consideran que las ciencias sociales explican (como lo hacen las
naturales) pero también “comprenden” al
objeto analizado. Son explicativas y comprensivas. No obstante, la
noción de comprensión como método científico olía a psicologismo
individualista antes que a método científico con pretensiones de
objetividad. De modo que Dilthey produzco una nueva torsión en su visión
epistemológica y apeló a la teoría del teólogo Friedrich Schleiermacher
(véase, por ejemplo, Moralejo, 2002) y su
utilización de la hermenéutica (cuyo significado es
interpretación), para realizar exégesis de
textos sagrados y filosóficos y
la implementó en investigaciones humanísticas como instrumento legítimo.
He aquí la entrada triunfal de la hermenéutica en el campo de las
humanidades.
La
hermenéutica había sido utilizada
por los padres de la Iglesia para interpretar las Sagradas Escrituras y
fue retomada por el temprano romanticismo alemán. Schleiermacher la
consolida, en sus investigaciones, como reconstrucción de sentido e
interpretación del pensamiento y el lenguaje.
Dilhey la traslada a las ciencias
sociales. Cambia comprensión por hermenéutica, entender por interpretar.
Coloca así a la hermenéutica en el lugar de privilegio del que todavía
goza en las ciencias humanas.
Aunque no
todas las corrientes hermenéuticas se ponen de acuerdo en el significado
de sus términos. Uno de los máximos exponentes de la hermenéutica
tradicional contemporánea es Hans-Georg Gadamer (1999). Desde su escorzo
teórico el ejercicio hermenéutico puede revelarnos sentidos ocultos en
aquello que investigamos. Existen actualmente otras versiones
hermenéuticas críticas de esas nociones. Pero se trata de críticas
inmanentes y en consecuencia legítimas epistemológicamente. A estos
pos-hermeneutas les interesa la
interpretación rigurosa en sí misma y la comprensión liberadora que todo
esclarecimiento arrastra consigo. Pero descreen de la noción de verdad
primigenia o de un sentido implícito que la hermenéutica “devolvería”.
Un destacado ejemplo de esta nueva visión de la hermenéutica se puede
rastrear en la conferencia que Michel Foucault (1975) leyera en el VII
Coloquio Filosófico de Royaumont, en julio de 1964. En ella se refiere a
los tres maestros de la sospecha del siglo XIX: Nietzsche, Freud, Marx.
Pero no solo
de hermenéutica viven las ciencias sociales. A partir del gesto
liberador de los primeros comprensivistas han proliferados diferentes
métodos. Se puede aventurar que existen tantos métodos como marcos
teóricos o, dicho de otra manera, en ciencias sociales el método está
determinado por el marco teórico del que depende. De modo que una
investigación marxista asumirá la dialéctica materialista; una
nietzscheana, la genealogía; una derridana, la deconstrucción; una
foucaultiana, la arqueología
genealógica y así sucesivamente. Y como corolario digno del tema que nos
convoca una investigación psicoanalista asumirá la interpretación.
La
epistemología francesa entre la cultura y la historia
Enfoco la filosofía de la ciencia francesa desde una perspectiva que
consiste fundamentalmente en analizar el saber en relación con el poder,
sostener la reflexión desde la historia y reafirmar la jovialidad y el
deseo. A esta epistemología la lógica le resulta indiferente o
accesoria. Lo fundamental es la historia. Se asume como una
epistemología de la subjetividad. Considera que la tecnociencia es un
modo de subjetivación y que lo propio de la ciencia más que conocer es
saber, más que busca de la verdad es
aceptación del error, más que estructura lógica es vida siempre
cambiante dándose a sí misma sus propias formas.
¿Y la posición
de la epistemología francesa respecto al psicoanálisis? Foucault (2012)
se refiere al psicoanálisis como a una escena muy ruidosa de mitad del
siglo XX (tan ruidosa como el marxismo, la lingüística y la etnología).
Y rescata la influencia de epistemología francesa en su consolidación
científica. Estima que si se
dejara de lado al médico y epistemólogo George Canguilhem (1984) no se
entendería un fuerte aspecto del debate psicoanalista de ese entonces. Y
fue en ese momento precisamente en que se opusieron freudianos y no
freudianos, marxista y no marxista, estructuralista y
posestructuralistas.
Foucault
(2012) indica que si hubiera que buscar fuera de Francia algo similar a
lo que ocurría con los trabajos de Alexander Koyré, Gaston Bachelard,
Jean Cavaillès y George Canghilhem se lo encontraría en la Escuela a de
Frankfurt. A unos los persigue el fantasma de Descartes y a los otros el
espectro de Lutero. Es desde allí que la filosofía de la ciencia
francesa lanza su pensamiento y navega en sus dilemas. Sus interrogantes
se dirimen en torno a una racionalidad que cuestiona la universalidad y
acepta la contingencia. La epistemología francesa ni aun en su época
positivista, con Auguste Comte (1999) a la cabeza, se desentendió de las
ciencias sociales. Quizás esta
actitud es la que posibilitó que el surgimiento del psicoanálisis fuera
incluido con “naturalidad” en la episteme francesa contemporánea.
Además, la
historia de la ciencia, en el pensamiento francés, abre un campo de
análisis para que la epistemología deje de ser una simple reproducción
metodológica justificacionista de la ciencia y amplíe la
conceptualización de la tecnociencia en relación con su contexto
político, cultural y social. La ciencia no es únicamente conocimiento.
Historia y epistemología van de la mano. De modo que se puede hacer
epistemología desde el núcleo duro de la ciencia relacionándola con
prácticas jurídicas, penales, corporales, deseantes, históricas y/o
míticas. Es coherente entonces que el psicoanálisis, como práctica de
saber de nuestro tiempo, permee la epistemología francesa. Y como
muestra sintetizo una deconstrucción epistemológica de Edipo
confrontando con (o complementando a) la interpretación psicoanalítica.
Edipo, sabio y
poderoso
Edipo y su
triángulo familiar no revelan ninguna verdad atemporal ni tampoco una
incidencia histórica de nuestro deseo. La asimilación de Edipo como el
relato más antiguo de nuestro deseo y de nuestro inconsciente es un
instrumento utilizado por el
psicoanálisis para darle una tónica universal a la expresión deseante.
Pero también se lo puede leer como una manipulación
teórica que produce (más allá de las buenas intenciones
individuales) una barrera para que el deseo quede atrapado en el seno
del pequeño drama de la familia burguesa, en lugar de fugarse de los
códigos impuestos por la domesticación y corretee libre por el mundo.
Desde este punto de vista Edipo
sería un instrumento de limitación que intenta imponer una “cura” a
nuestro deseo y a nuestro inconsciente, no una ley universal del deseo.
Se trataría más bien de un instrumento de poder ejercido sobre el
inconsciente por parte de la práctica psicoanalítica. Esta postura
proviene de la filosofía de la ciencia francesa, específicamente del
El Anti-Edipo. Capitalismo y
esquizofrenia, de Gilles
Deleuze y Feliz Guattari (1985).
Pero no es ese
libro el que utilizaré para presentar un esquema de reflexión
crítico-epistemológica sobre la problemática psicoanalítica, sino la
reelaboración de la figura edípica realizada por Foucault (1980) en la
segunda conferencia de La verdad y
las formas jurídicas. Este análisis interpela a Edipo como hombre de
poder y buscador de la verdad, antes que como el depositario de nuestros
más secretos deseos. En este sucinto desarrollo (del análisis
foucaultiano) se patentiza que el pensamiento francés no solo asume el
estatus epistemológico del psicoanálisis, sino que lo utiliza como
fuente de inspiración para sus propias interpretaciones conceptuales.
El análisis de
Edipo revela también aspectos metodológicos (conviene recordar que la
metodología es una función de la epistemología). En la tragedia de
Sófocles se ilumina el arcaico nacimiento de una práctica judicial de
acceso a la verdad: la indagación.
Un método de busca de la verdad todavía vigente en la justicia y en la
ciencia. Edipo es el punto de emergencia de la indagación, ese modo de
acceso a la verdad que comenzó siendo una práctica jurídica y, sin
abandonar ese ámbito, se convirtió así mismo en un método privilegiado
de la investigación científica. Teniendo la virtud (poco frecuente) de
ser utilizada no solamente por las ciencias sociales -y por lo tanto
también por el psicoanálisis- sino también por diferentes disciplinas
científicas, tales como la biología, la química, la física, entre otras.
Este peculiar
recorrido por la historia de Edipo como sujeto de saber se muestra como
construcción de objeto de la investigación y, por tratarse de una
epistemología ampliada a lo político social (es decir no limitada a la
mera historia interna de la ciencia) nos revela asimismo a Edipo como
tecnología de poder político. Foucault intenta hacer aparecer aquello
que el pensamiento occidental se ha esforzado una y otra vez por
esconder: las relaciones de poder implícitas en cualquier vestigio de
verdad, incluso en el ámbito de las ciencias. Parte del supuesto de que
si realmente existe algo similar a un complejo de Edipo, no se produce a
nivel individual sino social o colectivo.
Edipo es el
primer testimonio de las prácticas jurídicas griegas. En la tragedia,
inspirada en el mito, hay un soberano, Edipo, que ignorando cierta
verdad consigue descubrirla a costa de cuestionar su propia soberanía.
Promueve una indagación sobre la
verdad que implica un poder adquirido (gracias a su sabiduría sobre los
enigmas) y perdido (por exigir la verdad en la indagación de las
causales de la peste que asola a la polis).
Se impone
aclarar que además de la indagación como modo de acceso a la verdad, en
esta tragedia aparecen también vestigios de la
prueba. Otro modo de acceso a la verdad propio de la justicia y
cooptado asimismo por la verdad científica. Por ejemplo, cuando Edipo
critica a su cuñado por no haberle dicho toda la verdad respecto de la
sentencia del oráculo, le
enrostra que lo hizo para usurpar el poder y destruirlo. Creonte se
defiende ofreciendo como “prueba” el jurar haber dicho la verdad. Pero
no es el procedimiento de la prueba el que prevalece en el análisis aquí
establecido sino el de un agenciamiento que Foucault califica como ley
de las mitades. El descubrimiento de la verdad en Edipo se va dando por
mitades que se ajustan y acoplan. Un mecanismo que responde a la idea
griega de símbolo.
En épocas en
que las comunicaciones remotas resultaban imprecisas y dudosas, los
griegos utilizaban precisamente la ley de las mitades. Tomemos el caso
de dos soberanos que han establecido un pacto de amistad pero habitan en
lugares distantes uno del otro. En el momento de separarse rompen un
ánfora y cada uno se queda con una fracción. Luego, en el caso de que
tengan que comunicarse, junto con la carta se le entrega al mensajero
esa mitad como prueba de autenticidad. El soberano que recibe al
mensajero chequea su autenticidad
“probando” si el trozo de
ánfora que le ofrece coincide con la otra mitad que él había guardado.
Esa coincidencia es el símbolo: fragmentos que se juntan “rearmando” la verdad.
Veamos este
juego de mitades en el desarrollo de la tragedia. Ante la peste que
asola la ciudad, Edipo, el soberano, envía un mensajero a consultar al
oráculo de Apolo. La respuesta que regresa de Delfos dice que el país
está amenazado por una maldición. Pero esto no alcanza, Entonces Edipo
fuerza a hablar a Creonte para obtener la segunda parte del oráculo.
Finalmente su cuñado (cuya otra mitad es que también es su tío) expresa
la parte faltante: la causa de la maldición es un asesinato.
Obligatoriamente surge otro interrogante ¿quién fue asesinado?, la
segunda mitad que completa esa respuesta es que la víctima fue Layo, el
difunto rey de Tebas.
Surge entonces
la ansiosa pregunta de Edipo ¿quién cometió el asesinato? Pero Apolo se
negó a completar esa mitad. Edipo reflexiona que no se puede forzar la
respuesta de los dioses, queda aquí una mitad en suspenso: el nombre del
asesino. No obstante Edipo, obstinado en su búsqueda, al no poder forzar
la voluntad del dios le pregunta a Tiresias, el representante de Apolo,
su otra mitad. Apolo, dios de la luz, es representado en la tierra por
Tiresias, el adivino ciego. Luz y tinieblas forman otro símbolo cuya
completitud se cumple cuando el ciego acusa a Edipo de haber asesinado a
Layo.
En la segunda
escena de la tragedia prácticamente está todo dicho. El juego de las
mitades realizado por Apolo, la luz, y Tiresias, la noche, revela las
causas de la peste: maldición, asesinato, quién fue asesinado, quien
mató. Aunque nada dice taxativamente, ya que Tiresias no habla de manera
directa. Le recuerda a Edipo que
él había prometido que desterraría a aquél que hubiera cometido
asesinato, que debe entonces cumplir y desterrarse
a sí mismo. Apolo -a través de sus mediadores- no expresa las cosas
claramente, a pesar de ser el dios de la luz, y se dirige a Edipo
con un rodeo diciéndole que si
quiere que termine la peste, es necesario expiar la falta. Se detecta en
este punto otra de las características que adquirirá
la investigación científica: la
predicción. Toda ciencia, aun
investigando el presente, necesita el pasado y apunta al futuro. Tenemos
aquí el surgimiento de la
hipótesis. Esto es del supuesto, el punto indispensable de cualquier
indagación.
En la trama
que estamos analizando se necesitan todavía datos del presente y
testigos del pasado. Presente y pasado también constituyen trozos
de un símbolo todavía inconcluso. Es preciso saber quién mató a Layo.
Esto lo resolverán los testimonios. Yocasta trata de convencer a Edipo
de su inocencia. A Layo lo
asesinaron varios hombres en un cruce de caminos. Pero eso en lugar de
tranquilizarlo lo arroja a la zozobra. Asoma ya otro fragmento del
ánfora. Edipo rememora que él asesinó a un hombre en un cruce de
caminos.
Las
réplicas de Yocasta, deseosa de no perder el poder ni a su joven marido,
y el recuerdo de Edipo, empecinado en saber
contra viento y marea, ofrecen
una verdad casi completa. Pero falta un pequeño fragmento ¿Layo fue
asesinado por uno o por varios hombres? Ese interrogante queda
inconcluso en la obra. Pero lo que se sabe hasta ahora, en cierto modo,
sigue siendo un trozo de la historia y, en este caso, se trata de algo
proverbial que habrá de resolverse. Pues Edipo no es solamente quien
mató al antiguo rey, también es quien mató a su padre y se casó son su
madre.
Repentinamente
es como si el tiempo se detuviera. Surge una esperanza para el tozudo
buscador de verdad (también de justicia y conservación del poder). El
dios había predicho que Layo moriría en manos de su propio hijo, por
consiguiente mientras no se demuestre que Edipo es hijo de Layo, la
vieja predicción no se realizó. Sin embargo, nuevamente el acoplamiento
de mitades impondrá la verdad, no ya a nivel de los dioses, tampoco a
nivel de los nobles. El símbolo definitorio proviene del estrato más
bajo de la sociedad: los testigos que cerrarán el círculo son dos
esclavos. El sirviente de Corinto anunciará a Edipo la muerte de su
padre, Polibio. Gran alegría del atribulado rey. Pues Edipo creía que
Polibio era su padre y, si éste murió de muerte natural y lejos de su
(presunto) hijo, queda demostrado
(otro recurso de este proceso jurídico retomado luego por la
investigación científica: la
demostración) que no mató a su padre. Pero el esclavo desencanta al
rey al revelarle que Polibio no era su padre, ya que él mismo, siendo
Edipo pequeño, se lo había entregado al rey de Corinto como hijo
adoptivo.
Nuevamente el
asombro y, ante el desconcierto general, se logra el testimonio del otro
esclavo, el de Citerón. El sensible servidor al que Layo le había
entregado su pequeño hijo para que lo matara. Este anciano verifica lo
dicho por el mensajero de Corinto. Corrobora que es cierto que hace
tiempo le entregó a ese hombre un niño que provenía del palacio de
Yocasta y, según se decía, era su hijo.
Se vislumbra
aquí un fragmento borroso que debería haber aportado Yocasta aseverando
que un hijo suyo había sido entregado al pastor del Citerón. Pero ella
está más preocupada por conservar a Edipo que por el brillo de la
verdad. No obstante ya se sabe que Edipo es hijo de Layo; que ese hijo
recién nacido fue entregado a Polibio; que Edipo, a quien de joven le
llegaron rumores de que sería el asesino de su padre, había huido para
no matarlo y terminó matando a un desconocido, que en realidad era Layo.
Más allá del
sugerente trabajo foucaultiano, ensayo un pequeño cierre para la
presente reflexión. La narración de Sófocles nos revela
antes que un deseo de amor sexual una fuerte voluntad de poder.
No solamente de parte de Edipo y su busca de la verdad en función de la
reafirmación de un poder que, paradójicamente, termina perdiendo, sino
también de Yocasta. Ella se esfuerza por no perder el poder ni el hombre
que justamente tiene la misma edad que el niño que le había arrebatado
Layo. Yocasta, que no se mató cuando le arrancaron al bebé de sus brazos
para arrojarlo al horror de un abismo, lo hace cuando pierde el poder y
el hombre (marido e hijo al mismo tiempo).
Freud (1973)
en su interpretación
de la tragedia omite analizar una frase que Sófocles (1974) pone en boca
de Yocasta hablándole a Edipo: “Layo era alto, las canas incipientes le
blanqueaban ya la cabeza, y no difería mucho de ti en su constitución”
(p. 137). Esta parte de la
omisión es completada, según mi perspectiva, por el
helenista Pierre Grimal (1997) cuando comenta “Sin embargo,
pronto va a descubrirse el secreto del nacimiento de Edipo porque en un
determinado estado de la leyenda, las cicatrices de sus tobillos revelan
la identidad del niño a Yocasta. Esta versión ha sido modificada por
Sófocles” (p. 148). Existe aquí algo indiscutible, ya sea desde Freud,
ya sea desde Foucault. Edipo sigue siendo un impecable ejemplo de cómo
las prácticas sociales y los discursos constituyen determinado tipo de
subjetividad. Este interés del psicoanálisis es compartido por la
epistemología francesa y, más allá de pactos y traiciones, representa un
punto de confluencia productivo preñado de intensa riqueza conceptual
para el análisis de pensamientos futuros.
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[1] Gregorio Klimovsky (1922-2009) fue un adherente consuetudinario de la filosofía de la ciencia de origen anglosajón refractaria al psicoanálisis. Sin embargo, cuando se lo contrató como epistemólogo por reconocidas instituciones psicoanalíticas “adecuó” su discurso a sus nuevos clientes y, aunque nunca dejó de defender el método hipotético deductivo como el único legítimo, le otorgó estatus epistemológico al psicoanálisis a condición de que se aviniera a dicho método (véase, por ejemplo, Mombrú, 2013; 2014).
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