CULPA Y SACRIFICIO
UN
HOMBRE SERIO
Esther Díaz
Publicado en Imago Agenda, Nº138, ISSN:
1515-3398 Buenos Aires, abril de 2010.
1. La culpa, esa astucia del poder
Es
de noche. Un hombre avanza penosamente hacía su cabaña. La furia del
viento entorpece sus pasos. La nieve se arremolina alrededor del
cuerpo, se amontona en el suelo, golpea el rostro. La puerta al
abrirse arroja un chorro de luz granizado por la ventisca. En el
interior se encuentran su esposa y el abrigo del corazón de hogar.
Está contento. Regresaba a casa luego de vender las aves en el
mercado e imprevisiblemente se rompió una rueda del carro. No
atinaba a hacer nada en medio de semejante tormenta, pero
milagrosamente apareció un anciano que lo ayudó y pudo seguir su
camino. El hombre se regocija no solo por el milagro del salvataje
nocturno, sino por la coincidencia. “Es un viejo conocido
tuyo”, le dice a su sorprendida mujer que lo mira interrogante. El
marido, entre risas y restregones de manos, pronuncia el nombre del
peregrino. Ella da un respingo. Su cara se demuda mientras exclama
que Dios les ha mandado una maldición. Escupe al suelo. Ese hombre
ha muerto hace años. Se trata de un fantasma, un espíritu impostor,
un augurio de malos tiempos.
Así
comienza Un
hombre serio, la película de los hermanos Coen, en la
que se recrea la vieja creencia bíblica acerca de la aleatoriedad de
la ira de Dios, quien no siempre manda sus plagas para castigar, a
veces lo hace simplemente para demostrar su inconmensurable poder.
El episodio del fantasma transcurre en alguna región europea, los
personajes hablan en idish y una pátina sepia trasmite la sensación
de que aquello ocurrió allá lejos y hace tiempo. En la escena
siguiente la luminosidad, las vestimentas y el entorno indican otro
espacio y otra época.
Ahora estamos en un floreciente
barrio de clase media estadounidense en los dorados sesenta. La
mayoría de los personajes son judíos y hablan inglés. Todo parece
encantador en torno a esa casa que huele a nuevo. Larry, padre de
familia con dos hijos adolescentes, es un prolijo profesor
universitario especializado en física cuántica. Enseña
apasionadamente -ante un público indiferente- el indeterminismo de
las partículas, el azar de las trayectorias y el fin de las
certidumbres.
El principio de
indeterminación, representado matemáticamente en el pizarrón, es un
reflejo de su propia vida o, más bien, de cualquier vida, pero aquí
se hace carne en Larry, observante de la ley, cuidador de los
preceptos, previsor y buena gente. Si las condiciones de existencia
de este hombre justo formaran parte de un experimento científico, se
podría decir que dadas estas condiciones iniciales “ideales”, es
razonable predecir un desarrollo existencial armónico y hasta feliz.
No obstante el principio que rige los destinos humanos es similar al
de las partículas. Falibilidad, contingencia, indeterminación.
Justamente, la tormenta que se
había abatido sobre sus antepasados estalló contra Larry, un ser
autoconstituido desde la fe, la responsabilidad laboral, la
fidelidad a los afectos y el respeto por las tradiciones. A cambio
de ello recibe humillación, injusticia, absurdo, traición y
enfermedad. Las desgracias se tropiezan entre ellas para horadar a
este hombre que, cual personaje bíblico, soporta los ramalazos
bestiales de la ira de Dios.
Las Sagradas Escrituras, la
historia y la literatura dan cuenta de las penurias de los
justos. Así ocurrió con Job acosado por mil desdichas a pesar de su
piedad, o con los leprosos medievales que no necesariamente eran
seres indignos, o con la bondadosa Justinne, el personaje de Sade,
que sufre todas las humillaciones imaginables mientras su malvada
hermana, Juliette, obtiene beneficios a partir de su crueldad. La
virtud desventurada y el vicio recompensado.
Ocurre que a veces al Señor
necesita demostrar su poder sembrando catástrofes naturales o
desastres personales sin estar cobrándose deuda alguna. Esta premisa
religiosa -que se encuentra en nuestros mitos fundantes- no es tan
poderosa sin embargo como el imperativo de la culpa. Pues si -según
la tradición judeocristiana- por el solo hecho de nacer ya se es
culpable, ¿qué se puede esperar sino una vida plagada de presuntas
deudas?
Larry es un Job posmoderno que
se pregunta una y mil veces cuál fue su culpa y vive sus desdichas
como si fueran un castigo. Pero resulta que en este punto el tema
deja de pertenecer a una religión, una comunidad o un grupo humano
determinado para devenir universal. Pues los poderes laicos también
se imbrincan en el modelo de la culpa y el castigo. Los dispositivos
de poder activan normas morales derivadas de leyes biológicas
o jurídicas. Leyes que actualmente ocupan el lugar que antaño
pertenecía a las religiones monoteístas y cuyo incumplimiento genera
remordimiento.
La “religión” global hoy es la
tecnociencia y su ídolo la salud. En su nombre se despliegan
campañas para salvar el planeta, cuidar los pulmones propios y
ajenos, reglamentar la cantidad de hijos que conviene tener o no
tener, arrancarle los órganos a una persona que aun respira, en
nombre de los trasplantes o, paradójicamente, hacer respirar a los
cadáveres en las salas de terapia intensiva, aun cuando todo indica
que el fin es irreversible e inminente.
El no cumplimiento de los
reglamentos (si bien no en todas las personas o circunstancias)
acuna incomodidades internas. Culpa por nacer, por vivir, por
masturbarse, por fumar, por comer, por no hacer ejercicio, por traer
hijos al mundo o por no traerlos, por no donar órganos, por el
hambre de los otros. Incluso, por esos absurdos de este dispositivo,
vivimos como falta algunas acciones que realizamos en absoluta
soledad, y sin dañar a nadie, pero que están reñidas con lo que
nuestro imaginario señala como correcto.
Nietzsche, al producir su genealogía
de la moral,1 muestra
las prácticas desde las que se constituyeron los valores éticos al
servicio del dominio. El poder dispone qué es el bien y qué es el
mal y, colocándose astutamente del lado del primero, descalifica a
sus subordinados relegándolos al segundo. Esto reafirma a quien se
autoproclama bueno y descalifica al que fue condenado a “ser malo”,
instaurando la impunidad de quienes ejercen densamente el poder y el
sometimiento de los que residen en sus márgenes.
Por otra parte Freud, al elaborar su
visión sobre la melancolía,2 muestra
cómo el paciente que pierde su propia estima se autoflagela
psíquicamente y exhibe impúdicamente sus lacras culposas. Esta
actitud del melancólico permite iluminar -por analogía- el proceso
de formación de los valores en la subjetividad en general, en la que
se produce una torsión similar a la del melancólico. El sujeto se
desdobla para criticar una parte suya como si se tratara de un
objeto externo. Esa instancia autocrítica opera al servicio de la
formación de la conciencia moral. De este modo, cada uno carga con
su propio juez.
Tanto en el abordaje nietzscheano
como en el freudiano, aunque desde diferentes perspectivas, aparece
el gran costo de sufrimiento implícito en las valoraciones morales
sobre todo cuando son manipuladas por el poder o laceradas por la
enfermedad.
2. El sacrificio,
¿capricho divino o imposición social?
Sagrado
es lo que está reservado a la divinidad. Por extensión es sagrado
también lo intocable, lo que debe preservarse y lo inaccesible
cuando está rodeado de un halo de espiritualidad. Los seres sagrados
son una especie de reservorio para las ceremonias sacrifícales. En
la tradición judeocristiana Abraham, respondiendo a un pedido
divino, dispone el altar para sacrificar a su propio hijo. He aquí
la piedra fundamental sobre la que se comienza a construir nuestro
imaginario del sacrificio. Un acto que impone obediencia
incondicional a los incomprensibles designios de las fuerzas que nos
superan. “Acepta todo con humildad”, es la sentencia introductoria
de Un hombre serio,
de Joel y Ethan Coen.
Sacrificio
es el ritual en el que se ofrecen víctimas a los dioses. Según las
diferentes religiones se sacrifican plantas, vino o animales.
También humanos. Los lares reciben inmolaciones en sentido literal y
también en sentido figurado. La misa por ejemplo, es un ritual
sacrificial. Evoca a alguien que se ofrendó para redimir culpas
ajenas. Existen religiones en las que aún se espera al salvador. La
idea de que la divinidad está ávida de dádivas que calmen sus iras
se pierde en
los arcanos del tiempo y se recicla bajo nuevos andamiajes. A veces
el sacrificio es un don, como quien hace un regalo sin ningún motivo
particular, otras es la reparación de alguna falta. El sacrificio
puede operar asimismo como una especie de soborno: se ofrece un
donativo a las fuerzas superiores para calmar sus furias o para
conseguir favores. El acto sacrificial no es solamente religioso.
Puede ser la patria la que requiere sacrificios, o la familia, o la
revolución, o la preservación de la salud o del planeta. Moloch
devorando seres vivos es un valor de nuestro ideario colectivo con
más vigencia de la que podría creerse.
Por
definición sólo se sacrifican seres consagrados por los funcionarios
del espíritu. Pero el término es ambivalente, porque en el derecho
romano arcaico un individuo juzgado por el pueblo como autor de un
delito también era declarado sagrado aunque no podía ser sacrificado
a los dioses. Pues su sacralizad no emanaba de su pureza sino de
algún crimen o falta que el pueblo le imputaba. Si alguien mata al
que la comunidad declaró sagrado en sentido negativo, no será
condenado por homicidio, porque a ese ser se le ha otorgado la
sacralidad junto con la prohibición de ser inmolado en un altar. Por
consiguiente, se lo puede asesinar sin pagar por ello. Es matable.
Mientras
está prohibido violar cualquier cosa o persona sagrada -declarada
como tal mediante ritos sacerdotales- es lícito matar a quien pasó
a ser sagrado a partir del juicio de la sociedad. Quien
responde a la categoría de homosacer por
designio del pueblo pasa a ser posesión de los dioses infernales. Ha
perdido su plenitud humana, es “nuda vida”. Vida desnuda de
atributos, sin connotaciones jurídicas, cívicas o espirituales.
Triste equivalente de una chinche, una rata o un reptil.
El
sujeto sagrado, en el sentido aquí establecido, es aquel respecto
del cual todos los humanos pueden actuar como soberanos. Su
existencia está expuesta a la exclusión y al asesinato impune. En
todas las épocas y en todas las culturas se pueden rastrear
vestigios de ese extraño designio que posibilita y promueve crímenes
aislados o exterminios masivos por motivos étnicos, religiosos,
sexuales, políticos o de portación de rostro.3
3. ¿ Holocausto o
exterminio?
El
sacrificio entonces está ligado a la culpa de manera privilegiada, y
equivale a su reparación. Uno de los términos para nombrar el
sacrificio es “holocausto”. En su origen griego esta palabra
significa “todo quemado”, pero ha pasado a la historia
fundamentalmente por el uso que de ella hicieron los primeros
cristianos. En principio para referirse a las ofrendas bíblicas de
los judíos al Señor y luego a las torturas y asesinatos históricos
contra los propios cristianos. Así pues se equipara el exterminio de
personas a un sacrificio reparador u holocausto. Es por ello que
conviene repasar el término “holocausto” a la hora de aplicarlo a
los genocidios.
Giorgio
Agamben rastrea en los archivos medievales y encuentra la palabra
“holocausto” para referirse a una matanza de judíos. Con el tiempo
se generalizó y persiste hasta nuestros días. A punto tal que los
mismos judíos se refieren al genocidio perpetuado por los nazis con
ese término. El filósofo italiano rechaza este uso, en primer lugar
porque equipara la cámara de gas a los altares donde las ofrendas
son consagradas por motivos superiores en vez de tratarse de meros
crímenes de lesa humanidad y, en segundo lugar, porque despoja a la
víctima de cualquier atributo humano convirtiéndola en cosa. Las
masacres discriminatorias no son holocaustos, son lisa y llanamente
exterminios sin más fin ni destino que el arrasamiento de los
miembros de una nación, un pueblo o una étnia.4
Finalizando
ya este breve análisis sobre la culpa y
su inseparable pareja el sacrificio,
podríamos considerar que estos dos valores impuestos por los
dispositivos de dominio ameritan ser repensados. No únicamente
por su connotación semántica –ya que no existe inocencia en la
gramática- sino también por su potencia para esconder prácticas
aberrantes al servicio del sometimiento humano.
[1]
Ver
Nietzsche, F.,
Genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1989.
[2]
Ver,
Freud, S., “Culpa y melancolía”, en
Obras completas,
T. II, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973.
[3]
Ver
Agamben, G., Homo sacer.
El poder soberano y la nuda vida, Valencia,
Pre-Textos, 2006.
[4]
Ver Agamben, G.
Lo que queda de
Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III,
Valencia, Pre-textos, 2009.
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